Vivimos en la era de las citas. Filósofos de hoy y de
siempre escupen su saber universal en un puñado de frases que invaden, cual
peste existencial, muros de Facebook, cuentas de Twitter y variados modelos de
ppt de cuestionable gusto. Si las
atribuciones no fueran tan dudosas, las que son certeras
tan manidas y las presentaciones tan condenadamente horribles, quizá yo misma
me vería tentada de erigirme en acólita de un Jorge Bucay como cualquier otro y proclamar el optimismo de vivir, a pesar de la vida misma, allá donde las
palabras me lleven.
Hubo unos años en los que yo recolectaba citas en un
cuaderno de papel (oh, cruel nostalgia) buscando en ellos paliar esa desazón
adolescente de sentirse único. Pero en su vertiente online, mucho menos íntima,
la demanda ha hecho crecer como setas en otoño esas frases grandilocuentes que García Márquez jamás
escribió, esas otras (simplistas) que Paulo Coelho rubrica sabedor de que se propagarán
hasta la saciedad, y, de guarnición, unos horrípidos unicornios que triunfaron como paradigma de la inspiración New Age.
Me refiero a algo como esto:
No sé por qué cada vez que leo una cita veo unicornios, pero me lo haré mirar. Aunque me gusta todavía menos ver el color anímico de quien lo postea a pecho descubierto. Da como pudor...