miércoles, 27 de marzo de 2013

Para nosotros, que no somos de versos

No me gusta la poesía. Yo soy prosaica en su más amplio sentido. No tengo un concepto estético de la realidad. En la realidad, no riman ni hechos ni palabras. La realidad está formada por una difícil mezcla de momentos, entremezclados, ensamblados de cualquier manera , dibujados con trazo grueso. No hay arte en la realidad. No veo la mano firme del pintor en cada hora, ni lo cotidiano evoca la belleza en sus manifestaciones más simples. La realidad es solo eso: realidad.

Quizá sea solo resentimiento. O que estoy cansada de las palabras. De las que me dicen, las que digo y, sobre todo, las que callo. De las que nos dicen cuando nos mienten sin pudor. De las que decimos porque convencionalismos mandan. De las que callamos por no perder lo poco que tenemos. 



Es posible que, a fin de cuentas, la poesía sea justamente la total carencia de realidad: la palabra libertaria, que se eleva sobre miedos e imposiciones. La palabra de verdad. La de la rima libre que llora, que canta, que ama, que grita y la que proclama la justicia del improperio merecido. También la que existe sin razón, porque sí, o por qué no, o porque llevaba mucho tiempo aguardando a ser pronunciada. 

lunes, 4 de marzo de 2013

King para un día lluvioso


Me gustan los días lluviosos porque me acercan sin pudor a la melancolía. Es como si tuviera una disculpa para agazaparme bajo la almohada y hacerle un corte de mangas a todo lo que me disgusta.

En días como éste practico la evasión de la lectura de una forma compulsiva. Pero soy cuidadosa en mi elección. En el batiburrillo de papel que configura mi biblioteca particular (rigurosamente caótica) se agolpan los estados de ánimos sin orden ni concierto. Y en los últimos tiempos la fantasía, la novela gótica y la literatura abiertamente siniestra han llegado a ocupar un lugar de honor, imponiéndose al sesudismo guay con el que trataba de dirigir (entre bostezos, a menudo) mi desarrollo intelectual. El afecto por ese par de estantes de los horrores me lo reservo, lluvia aparte, para cuando el mundo se vuelve feo y es mejor pensar que existen otros que son mejores solo porque no tienen nada que ver con este.



Revisito a Stephen King por todo ello: porque llueve, porque me lo impone mi estado de ánimo y porque significa evasión en estado puro. Sumergida en 22/11/63 vivo el renacimiento del King de sus mejores obras. El reencuentro  con Derry y los ecos de It es la mejor forma de ganarse a un público que ha padecido (con placer malsano) horrores del calibre de Insomnia o El retrato de Rose Madden

Sucede (y lo digo con absoluto conocimiento de causa) que sus novelas transmiten a pesar de todo, buenos sentimientos. Y no importa la oscuridad que se ciñe sobre sus personajes, ni la prevalencia de la muerte, ni siquiera las miserias de la América profunda que King refleja sin compasión. Hay un halo de moralidad sincera que va más allá de los pactos con el diablo, los seres del inframundo, el habitual de Alcohólicos Anónimos y encantadores padres de familia que llevan un revólver cargado en la guantera de su Buick. Me gusta Stephen King porque al final, se sacude la mugre del hombro y, en un solo gesto, se hace la luz. Y eso es mucho decir para quienes venimos de un lugar donde la mierda no sale ni con varios lavados.

PD: Si algún día queréis probar el auténtico terror ahí van dos recomendaciones: “El quinto hijo” de Doris Lessing pero, sobre todo, “Deseo” de Elfriede Jelinek. Dos lecturas de Nobel  que abordan la oscuridad hasta extremos insoportables…