miércoles, 24 de abril de 2013

Sobre Gallardón, Rouco y las bajezas morales

Dice ahora Gallardón que lo más progresista que hay es defender la vida. Y erguido, cuan alto (y altivo) es, sin sonrojo alguno, defiende así su empeño de endurecer la ley del aborto. O sea, defiende que el aborto vuelva a ser entre ilegal y alegal, con el beneplácito de las autoridades que ya pueden mirar para otro lado mientras la Iglesia señala con el dedo a qué brujas debe quemar.



Y habla de progresismo el alcalde de Madrid que se erigió como un Carlos III, el que ejercía de rebelde sin causa en el partido aún siendo (y de casta) el más facha de todos, y que empapelaba su ego y su talante acudiendo al homenaje de Tierno Galván, como si con un poco de maquillaje pudiera sepultar que la única "movida" que le va es la de la sotana, el colegio privado y los  paseos por Chamberí.

Pero Gallardón es, asumámoslo, el único que ha puesto fin a este limbo de Estado aconfesional de boca pequeña, que proclama la libertad de culto, al tiempo que agacha la cabeza ante el sermón de cualquier cura de pueblo. Solo que ha inclinado la balanza hacia el lado que no debía, aprovechando que sus predecesores no tuvieron los santos cojones de enviar a los obispos a predicar solo ante aquellos que quieren escucharlos.

Sucede que yo soy una de esas personas que no tiene ningún interés en lo que quieren decirme. Represento esa debacle moral, el triunfo del ateísmo; me vanaglorio de mis pecados, me repugna la moral cristiana y su tufo elitista e inquisidor. Sucede que un señor (queridísimo Rouco) que cuando ve peligrar la integridad de su sustento se parapeta en lo que "eso supondría para Cáritas y su labor impagable" (como si fueran, de verdad, caritativas almas de Dios) no tiene autoridad moral para decidir si soy o no una buena persona.



Yo no quiero que todo el mundo aborte. Y respeto a quienes consideran el aborto un atentado contra la vida. Respeto sus misas de 12, sus tradiciones, su culto. Envidio incluso su creencia en un Ser Supremo. Envidio su Cielo. Solo pido que me respeten a mí. Y, sobre todo, que respeten, sin juzgar, a todas aquellas mujeres que por diversos motivos (sus motivos) han tenido que abortar alguna vez. Sé a ciencia cierta que la mayoría de ellas no lo hicieron por frivolidad y que, en ningún caso, fue una decisión fácil. Y sé también que la ley crea la trampa, que la que quiera abortar abortará (las frívolas también) y que muchas (desfavorecidas, inmigrantes, mujeres solas y no precisamente las vecinas de Gallardón, ni las hijas de sus vecinas, que también abortan) tendrán que hacerlo en condiciones que pueden poner en riesgo su salud y su vida.

Quienes insisten en prohibir entienden que la sociedad está compuesta por seres indefensos y estúpidos que necesitan de la tutela moral del gobernante. Desde luego, señor Gallardón, usted se equivoca: progresismo es entender que los ciudadanos son seres libres y completos, capaces de tomar sus propias decisiones y de obrar bien sin que nadie (y menos un cardenal arzobispo que hace alarde su bajeza) les señale con el dedo solo porque sus principios difieren completamente de los de esa otra sociedad, rancia y temerosa de Dios, a la que tanto echan de menos.