miércoles, 20 de junio de 2012

Autoayuda no, gracias

En esta vida hay tres cosas que me sacan de quicio (en realidad hay muchas más, pero no está bien decirlo): los libros de autoayuda, las citas motivadoras en los perfiles de Facebook y a Paulo Coelho. En esencia: rechazo (e incluso desprecio) a ese hatajo de psicólogos y místicos que iluminan nuestras vidas con verborrea de tres al cuarto.

A lo mejor, porque el optimismo fácil es demasiado para alguien que siente una fascinación morbosa por los devaneos existenciales. O porque, a fin de cuentas, el negro es mi color favorito, qué narices, y cuando me da por guardar luto a la vida en general (sobre todo en esos breves y dulcemente enervantes momentos que preceden a la cita mensual de toda mujer) mi sinrazón no la aplaca ningún texto blando.

Ahí está por ejemplo "El caballero de la armadura oxidada", una fábula infantiloide que nos enseña cómo avanzar por la "montaña de la vida" en medio del azote de las desilusiones, y librarnos de aquello que nos impide conocernos a nosotros mismos. Si lo estáis leyendo con la sensación de absurda pérdida de tiempo, os da miedito que uno de los personajes sea el yo interior del caballero, pero aún esperáis un final revelador, desengañaos: conocerte a ti mismo y aprender a amarte sirve para encontrar el amor. Con dos cojones.



Otro ejemplo es "Practicando el poder del ahora", una paranoia infumable sobre la trascendencia del Ser, la Vida Una, la Sensación-Realización y otro tipo de conceptos filosóficos high level que me hicieron huir, más o menos, en la página veinte. Puede que el tal Eckhardt Tolle sea un visionario, pero a mí me parece que está pidiendo a gritos algún tipo de tratamiento...

Por último, el siempre admirado Paulo Coelho. Lo siento Paulo, pero esa mística con tintes cristianos que emana de tus páginas hace tus libros y yo seamos incompatibles. Es un discurso muy bonito, sí, pero me da pereza.

De todas formas, no me hagáis caso, que yo soy más de autoayudarme a las bravas: si estás haciendo equilibrios al borde del precipicio, total, tírate, que la caída es rápida y cuando salgas, fijo, alguna lección habrás aprendido...

miércoles, 13 de junio de 2012

Futuros

Llevo unos días tratando de digerir el desastre que se avecina como si lo que se nos ha caído encima no fuera ya bastante. Persigo el optimismo con afán, desde mi absoluta nulidad para comprender conceptos económicos, o sea, desde las vísceras. No trato de asimilarme la opinión ajena del contertulio de confianza, ni empezaré a leer ahora las páginas salmón, que salpican desde hace tiempo el resto de páginas como un montón de mierda fresca.

La víscera es mi ignorancia. La víscera es aplicar lo particular a lo general, visualizar la realidad desde mi universo minúsculo y extrapolarla al resto del país. La víscera agorera quiere que me meta debajo de la cama y que lamente las decisiones que tomé, las oportunidades que perdí, la frivolidad de la bonanza que se fue para no volver. La víscera hedonista me incita a ignorar la realidad, elimina la visión literal, como si el ahora fuera el único sentido posible, y la próxima semana la última estación.

Si hay o ha habido algún atisbo de racionalidad desde que el fango comenzó a llegarnos por las rodillas ha sido el miedo continuo a que su nivel siga creciendo, a que alcance la altura del cuello, y a que no se detenga hasta que los efluvios de esta alcantarilla nos impidan respirar.



Entonces, el futuro se desdibuja. Y trato de reinventarlo, es decir, de reinventarme. Y quiero que en ese mundo nuevo me sobre todo lo que no necesito, y reclamo el regreso de los placeres sencillos: de rebuscar libros ajados de segunda mano en los puestos, de comer un helado sentada en cualquier banco, de cantar durante horas, de amar en sentido bíblico y metafísico.

Reclamo un regreso a esa ingenuidad primigenia donde no había zanahorias que perseguir y donde uno asumía el mundo como se asume un sofá destartalado en casa ajena. No recreándose en lo incómodo que dormirá esa noche, ni en el dolor de cuello de mañana, sino haciéndose su hueco hasta encontrar la postura correcta y entregándose al sueño a placer.



martes, 5 de junio de 2012

La rutina es un ángulo recto

Una vez un profesor se quejó de que siempre nos sentábamos en clase en el mismo sitio. Obviamente. Somos frágiles animalitos de costumbres: uno escoge un pupitre el primer día, atrinchera las posaderas, y se siente cómodo observando la pizarra en un ángulo de exactamente 37 grados y desde una distancia de exactamente 7,7 metros durante los (exactamente) 9 meses siguientes.

Los seres humanos necesitamos aferrarnos a la geometría, a una perspectiva que nos permita controlar el mundo desde un único punto de vista. Y desde ese único punto de vista reconocemos lo que nos rodea y configuramos nuestro espacio en base a distancias, medidas y aproximaciones. Nos reconforta poder recorrer nuestro salón en completa oscuridad, mientras sorteamos lámparas, sillas y mesas por puro instinto. Saber el nombre del camarero del bar donde desayunamos cada día. Conocer al milímetro el horario del autobús. Imponernos rutinas más o menos férreas.



La seguridad de esos pequeños gestos cotidianos destierra todo lo que de caótica tiene la vida. Y en esas vidas seguras, siempre imperfectas, nos refugiamos anhelando que el caos pase de largo una vez más. Por eso aquel profesor nos invitó (huelga decir que, cuando media una jerarquía, invitar es un eufemismo del todo innecesario) a cambiarnos de ubicación. A experimentar la ansiedad de lo desconocido. A buscar otra perspectiva.

Hace tres años,  la vida me arrastró a Edimburgo por una temporada. Impulso, billete y maleta y uno se ve abocado a reinventar perspectivas. A abandonar el compás y aprender a trazar a pulso. Y descubre que a veces, al caos hay que invitarlo a pasar. Que el caos destruye, construye y deconstruye. Y que desde un ángulo distinto, no solo se ve la pizarra de otro modo: sucede que a veces, bueno, resulta que ni siquiera era una pizarra lo que uno creía estar viendo...

lunes, 4 de junio de 2012

Is love on the air?

On the air debe de estar, porque lo que es en la tierra, últimamente se le ve poquito...En mi caso particular no es como un pétalo que desciende majestuoso, se posa de pronto y te envuelve con el sutil aroma del delirio, con el tacto embriagador de esa felicidad sin paliativos que te impulsa a escribir gilipolleces como esta misma.
En mi caso es más bien como una cagada de paloma: una nota una agradable calidez sobre el hombro y exactamente un segundo después se da cuenta de que la realidad apesta.





Tampoco pasa nada: es bien sabido que todo contacto con la mierda, sea pisada o caída del cielo, regala a su portador un cheque de buena suerte. Y aunque sea de tres pavos, como los del Club Vips, oye, al menos te da para llevarte by the face este estupendo llavero, muy a tono con la vida misma, cuya fotografía aquí os dejo y del que me declaro absolutamente fans...