Dice ahora Gallardón que lo más progresista que hay es defender la vida. Y erguido, cuan alto (y altivo) es, sin sonrojo alguno, defiende así su empeño de endurecer la ley del aborto. O sea, defiende que el aborto vuelva a ser entre ilegal y alegal, con el beneplácito de las autoridades que ya pueden mirar para otro lado mientras la Iglesia señala con el dedo a qué brujas debe quemar.
Y habla de progresismo el alcalde de Madrid que se erigió como un Carlos III, el que ejercía de rebelde sin causa en el partido aún siendo (y de casta) el más facha de todos, y que empapelaba su ego y su talante acudiendo al homenaje de Tierno Galván, como si con un poco de maquillaje pudiera sepultar que la única "movida" que le va es la de la sotana, el colegio privado y los paseos por Chamberí.
Pero Gallardón es, asumámoslo, el único que ha puesto fin a este limbo de Estado aconfesional de boca pequeña, que proclama la libertad de culto, al tiempo que agacha la cabeza ante el sermón de cualquier cura de pueblo. Solo que ha inclinado la balanza hacia el lado que no debía, aprovechando que sus predecesores no tuvieron los santos cojones de enviar a los obispos a predicar solo ante aquellos que quieren escucharlos.
Sucede que yo soy una de esas personas que no tiene ningún interés en lo que quieren decirme. Represento esa debacle moral, el triunfo del ateísmo; me vanaglorio de mis pecados, me repugna la moral cristiana y su tufo elitista e inquisidor. Sucede que un señor (queridísimo Rouco) que cuando ve peligrar la integridad de su sustento se parapeta en lo que "eso supondría para Cáritas y su labor impagable" (como si fueran, de verdad, caritativas almas de Dios) no tiene autoridad moral para decidir si soy o no una buena persona.
Yo no quiero que todo el mundo aborte. Y respeto a quienes consideran el aborto un atentado contra la vida. Respeto sus misas de 12, sus tradiciones, su culto. Envidio incluso su creencia en un Ser Supremo. Envidio su Cielo. Solo pido que me respeten a mí. Y, sobre todo, que respeten, sin juzgar, a todas aquellas mujeres que por diversos motivos (sus motivos) han tenido que abortar alguna vez. Sé a ciencia cierta que la mayoría de ellas no lo hicieron por frivolidad y que, en ningún caso, fue una decisión fácil. Y sé también que la ley crea la trampa, que la que quiera abortar abortará (las frívolas también) y que muchas (desfavorecidas, inmigrantes, mujeres solas y no precisamente las vecinas de Gallardón, ni las hijas de sus vecinas, que también abortan) tendrán que hacerlo en condiciones que pueden poner en riesgo su salud y su vida.
Quienes insisten en prohibir entienden que la sociedad está compuesta por seres indefensos y estúpidos que necesitan de la tutela moral del gobernante. Desde luego, señor Gallardón, usted se equivoca: progresismo es entender que los ciudadanos son seres libres y completos, capaces de tomar sus propias decisiones y de obrar bien sin que nadie (y menos un cardenal arzobispo que hace alarde su bajeza) les señale con el dedo solo porque sus principios difieren completamente de los de esa otra sociedad, rancia y temerosa de Dios, a la que tanto echan de menos.
miércoles, 24 de abril de 2013
miércoles, 27 de marzo de 2013
Para nosotros, que no somos de versos
No me gusta la poesía. Yo soy prosaica en su más amplio sentido. No tengo un concepto estético de la realidad. En la realidad, no riman ni hechos ni palabras. La realidad está formada por una difícil mezcla de momentos, entremezclados, ensamblados de cualquier manera , dibujados con trazo grueso. No hay arte en la realidad. No veo la mano firme del pintor en cada hora, ni lo cotidiano evoca la belleza en sus manifestaciones más simples. La realidad es solo eso: realidad.
Quizá sea solo resentimiento. O que estoy cansada de las palabras. De las que me dicen, las que digo y, sobre todo, las que callo. De las que nos dicen cuando nos mienten sin pudor. De las que decimos porque convencionalismos mandan. De las que callamos por no perder lo poco que tenemos.
Es posible que, a fin de cuentas, la poesía sea justamente la total carencia de realidad: la palabra libertaria, que se eleva sobre miedos e imposiciones. La palabra de verdad. La de la rima libre que llora, que canta, que ama, que grita y la que proclama la justicia del improperio merecido. También la que existe sin razón, porque sí, o por qué no, o porque llevaba mucho tiempo aguardando a ser pronunciada.
lunes, 4 de marzo de 2013
King para un día lluvioso
Me gustan los días lluviosos
porque me acercan sin pudor a la melancolía. Es como si tuviera una disculpa
para agazaparme bajo la almohada y hacerle un corte de mangas a todo lo que me
disgusta.
En días como éste practico la
evasión de la lectura de una forma compulsiva. Pero soy cuidadosa en mi
elección. En el batiburrillo de papel que configura mi biblioteca particular
(rigurosamente caótica) se agolpan los estados de ánimos sin orden ni
concierto. Y en los últimos tiempos la fantasía, la novela gótica y la
literatura abiertamente siniestra han llegado a ocupar un lugar de honor, imponiéndose
al sesudismo guay con el que trataba
de dirigir (entre bostezos, a menudo) mi desarrollo intelectual. El afecto por
ese par de estantes de los horrores me lo reservo, lluvia aparte, para cuando el
mundo se vuelve feo y es mejor pensar que existen otros que son mejores solo
porque no tienen nada que ver con este.
Revisito a Stephen King por todo
ello: porque llueve, porque me lo impone mi estado de ánimo y porque significa
evasión en estado puro. Sumergida en 22/11/63
vivo el renacimiento del King de sus mejores obras. El reencuentro con Derry y los ecos de It es la mejor forma de ganarse a un público que ha padecido (con
placer malsano) horrores del calibre de
Insomnia o El retrato de Rose Madden.
Sucede (y lo digo con absoluto conocimiento de causa) que sus novelas
transmiten a pesar de todo, buenos sentimientos. Y no importa la oscuridad
que se ciñe sobre sus personajes, ni la prevalencia de la muerte, ni siquiera
las miserias de la América profunda que King refleja sin compasión. Hay un halo
de moralidad sincera que va más allá de los pactos con el diablo, los seres del
inframundo, el habitual de Alcohólicos Anónimos y encantadores padres de familia que llevan un revólver cargado en la guantera de su Buick. Me gusta Stephen King
porque al final, se sacude la mugre del hombro y, en un solo gesto, se hace la
luz. Y eso es mucho decir para quienes venimos de un lugar donde la mierda no
sale ni con varios lavados.
PD: Si algún día queréis probar
el auténtico terror ahí van dos recomendaciones: “El quinto hijo” de Doris
Lessing pero, sobre todo, “Deseo” de Elfriede Jelinek. Dos lecturas de
Nobel que abordan la oscuridad hasta
extremos insoportables…
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