martes, 5 de junio de 2012

La rutina es un ángulo recto

Una vez un profesor se quejó de que siempre nos sentábamos en clase en el mismo sitio. Obviamente. Somos frágiles animalitos de costumbres: uno escoge un pupitre el primer día, atrinchera las posaderas, y se siente cómodo observando la pizarra en un ángulo de exactamente 37 grados y desde una distancia de exactamente 7,7 metros durante los (exactamente) 9 meses siguientes.

Los seres humanos necesitamos aferrarnos a la geometría, a una perspectiva que nos permita controlar el mundo desde un único punto de vista. Y desde ese único punto de vista reconocemos lo que nos rodea y configuramos nuestro espacio en base a distancias, medidas y aproximaciones. Nos reconforta poder recorrer nuestro salón en completa oscuridad, mientras sorteamos lámparas, sillas y mesas por puro instinto. Saber el nombre del camarero del bar donde desayunamos cada día. Conocer al milímetro el horario del autobús. Imponernos rutinas más o menos férreas.



La seguridad de esos pequeños gestos cotidianos destierra todo lo que de caótica tiene la vida. Y en esas vidas seguras, siempre imperfectas, nos refugiamos anhelando que el caos pase de largo una vez más. Por eso aquel profesor nos invitó (huelga decir que, cuando media una jerarquía, invitar es un eufemismo del todo innecesario) a cambiarnos de ubicación. A experimentar la ansiedad de lo desconocido. A buscar otra perspectiva.

Hace tres años,  la vida me arrastró a Edimburgo por una temporada. Impulso, billete y maleta y uno se ve abocado a reinventar perspectivas. A abandonar el compás y aprender a trazar a pulso. Y descubre que a veces, al caos hay que invitarlo a pasar. Que el caos destruye, construye y deconstruye. Y que desde un ángulo distinto, no solo se ve la pizarra de otro modo: sucede que a veces, bueno, resulta que ni siquiera era una pizarra lo que uno creía estar viendo...

No hay comentarios:

Publicar un comentario