miércoles, 13 de junio de 2012

Futuros

Llevo unos días tratando de digerir el desastre que se avecina como si lo que se nos ha caído encima no fuera ya bastante. Persigo el optimismo con afán, desde mi absoluta nulidad para comprender conceptos económicos, o sea, desde las vísceras. No trato de asimilarme la opinión ajena del contertulio de confianza, ni empezaré a leer ahora las páginas salmón, que salpican desde hace tiempo el resto de páginas como un montón de mierda fresca.

La víscera es mi ignorancia. La víscera es aplicar lo particular a lo general, visualizar la realidad desde mi universo minúsculo y extrapolarla al resto del país. La víscera agorera quiere que me meta debajo de la cama y que lamente las decisiones que tomé, las oportunidades que perdí, la frivolidad de la bonanza que se fue para no volver. La víscera hedonista me incita a ignorar la realidad, elimina la visión literal, como si el ahora fuera el único sentido posible, y la próxima semana la última estación.

Si hay o ha habido algún atisbo de racionalidad desde que el fango comenzó a llegarnos por las rodillas ha sido el miedo continuo a que su nivel siga creciendo, a que alcance la altura del cuello, y a que no se detenga hasta que los efluvios de esta alcantarilla nos impidan respirar.



Entonces, el futuro se desdibuja. Y trato de reinventarlo, es decir, de reinventarme. Y quiero que en ese mundo nuevo me sobre todo lo que no necesito, y reclamo el regreso de los placeres sencillos: de rebuscar libros ajados de segunda mano en los puestos, de comer un helado sentada en cualquier banco, de cantar durante horas, de amar en sentido bíblico y metafísico.

Reclamo un regreso a esa ingenuidad primigenia donde no había zanahorias que perseguir y donde uno asumía el mundo como se asume un sofá destartalado en casa ajena. No recreándose en lo incómodo que dormirá esa noche, ni en el dolor de cuello de mañana, sino haciéndose su hueco hasta encontrar la postura correcta y entregándose al sueño a placer.



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