Hoy ha sido mi primer día de trabajo, después de una
búsqueda imposible de varios meses. Me
he vestido y maquillado, he cogido el metro y me he encaminado, ufana, Castellana abajo, hasta casi el
Bernabeu. Al llegar al edificio, he mirado hacia arriba, intentando atisbar
tras sus ventanas un futuro prometedor. Pero en ellas solo se reflejaba el
cielo encapotado de este lluvioso lunes de julio. Dos ridículos arbustos, agonizantes, franqueaban la puerta en un intento
absurdo de embellecer la fachada, que debió de tener algo parecido al lustre allá por los años setenta. Tres jóvenes trajeados fumaban y reían en la entrada. No tenían
pinta, L., de ejecutivos de éxito, ni siquiera de abogados de tres al cuarto:
parecían vendedores de lavadoras en horas bajas, y la escena me ha resultado un
poco deprimente.
Me he encaminado al interior del portal, de rancios dorados.
Un portero sombrío ha levantado sus ojos con desgana unos segundos y los ha
vuelto a posar en un periódico manoseado, así que he decidido valerme por mí misma y buscar la ubicación de la oficina en un inmenso cartel
mellado, salpicado de logos imposibles. Seguros Desesperación S.A., cuarto
izquierda.
Al tercer timbrazo, una rubia descomunal de rojísimos labios
ha abierto la puerta con ceremoniosa lentitud y me ha franqueado el paso hasta el
mismo centro del paraíso. Un paraíso de moqueta desvaída, azul y triste, con
paredes grises y un zumbido asmático de aire acondicionado. He escrutado su
rostro mientras me explicaba, agazapada en su falsa sonrisa , las virtudes de
la venta telefónica. No sé qué edad puede tener (haría falta una exploración
arqueológica bajo su capa de maquillaje) pero no más de treinta y cinco. Me ha
tendido un contrato, lo he rubricado con un entusiasmo de saldo y me ha
conducido a un pequeño locutorio, con vistas al patio interior, y donde el
ruido del aire acondicionado alcanzaba ya niveles grotescos. Mi puesto de
trabajo consistía en una mesa marrón, un teléfono y una inmensa guía
telefónica. También me han dado un bolígrafo, una libreta y un subrayador rosa.
Menos mal que no era naranja, eso habría sido el colmo, L., tú sabes cuánto
odio el color naranja.
He realizado exactamente diecisiete llamadas en cuarenta y
tres minutos. En once de ellas apenas he podido pronunciar tres o cuatro
palabras antes de oír un chasquido al otro lado de la línea. En tres se han
excusado educadamente. En otras dos se han excusado muy poco educadamente. Y
una tercera ha culminado con un “Vete a tomar por culo, que estoy hasta los
cojones de que estéis dando el coñazo a todas las putas horas”. Bien, creo que
esta última me ha convencido de que mis días en la venta de seguros telefónicos
han terminado. Ha sido una carrera breve y trágicamente frustrada, pero uno
debe aceptar que así son las etapas y yo estoy bien entrenada en esto del adiós.
Así que me he dirigido a la rubia de
labios rojos (echaré de menos su sonrisa exultante sin razón de ser) y me he
despedido.
En la calle, el cielo encapotado era ya una tormenta de
verano, rabiosa y descomunal. Pero yo, L., necesitaba caminar y pensar. Así que
he desandado Castellana, he torcido a la derecha por Raimundo Fernández
Villaverde, a la izquierda por Modesto Lafuente (donde he comprado un sándwich y
un par de plátanos en una tienda latina), a la derecha Martínez Campos, y he
seguido caminando hasta Quevedo, y de Quevedo a Bilbao, y de Bilbao hasta
Alberto Aguilera, y he girado a la izquierda en Serrano Joven, y he caminado Princesa
abajo hasta Martín de los Heros. En este punto estaba ya tan completamente
calada, que la ropa me pesaba sobre el cuerpo y se me escurrían los pies de las
sandalias, así que he decidido entrar a ver una película francesa. He pagado mi
entrada y me he refugiado de la lluvia en la oscuridad de la butaca.
El
argumento empieza con una mujer que deja su trabajo en París, vende todas sus
cosas, se corta el pelo y viaja a Italia. Y luego sigue vendiéndolo todo hasta
que no le queda más que la ropa que lleva puesta (bastante fea, por cierto) y
una mochila y se va andando por caminos de cabras y carreteras costeras hasta
que llega a una casa, y se queda en ella, y aparece la vecina, que es una chica
joven, guapa y lesbiana, y un chico joven, al que no le importa que la guapa
sea lesbiana y la francesa cincuentona, porque se enrollan entre los tres y tan
ricamente. Y sin diálogo. No hay diálogo
en todo el metraje.
Así que, tras una mañana aciaga, el remate perfecto ha sido
una película sin argumento a las cuatro de la tarde. La clase de película en la
que esperas que pase algo durante 150 minutos y lo único que pasa es que se
acaba y tú te quedas con cara de gilipollas. Como esta carta. La clase de
película (y de carta) que uno escribe a la hora de la siesta sólo para matar el
rato.
He de decir que la película francesa culmina con la
protagonista subida sobre un promontorio con la hierba ondeando a sus pies y un
perfecto mar al fondo. Yo he querido pensar que era una evocación de los
placeres sencillos y no una rotunda tomadura de pelo. Quizás tú también le
encuentres algún sentido elevado a esta misiva y no me odies por hacerte perder
el tiempo, pero créeme que necesitaba dejar constancia de este primer y último
día de trabajo de venta telefónica en Seguros Desesperación S.A.
Tuya, que te quiere,
R.
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