martes, 2 de octubre de 2012

Zara. Una oda otoñal

Fin de semana de ruina anímica y la maquinaria de la cotidianidad me levanta la moral como si la rutina fuera un condimento digno para la felicidad. No lo es. Quizá sea sano, pero insuficiente. De todas formas - me consuelo- el otoño es así: se tiñe de ocre el paisaje (imagino, en este Madrid, desolado paisaje de antenas y de cables), se desempolvan botas y abrigos, los días son más cortos y la vida más puta, porque el verano (el próximo) está tan lejos que parece irreal. La cínica que vive en mí aún llora con nostalgia la época estival, tan cerca y tan lejos, con sus playas doradas y su rica desnudez, como si fuera ésta la única escapatoria para los que consideramos que la auténtica autorrealización está en hacer lo que a uno le da la gana en cada minuto, como un Grimaldi de la vida, o sea, un ni-ni, pero con glamour.

Convivo mal con mis anhelos, porque la realidad me los devuelve con un tortazo en la cara. Y como soy pesimista, otoño significa bajón. Y, como soy hedonista, vivo y olvido. Y, como soy consumista, compro compulsivamente y relleno mi vacío existencial con trapillos de tres al cuarto que apaciguan mis pretensiones de una vida de glamour con un sentimiento que, remotamente, se parece a la satisfacción. La brevedad de este amago de felicidad malsana alivia mi cinismo, o lo alimenta, qué sé yo. Y así no pienso en la dosis de realidad que me aguarda, gota a gota, de aquí al próximo agosto.

A veces (muchas veces) ocurre eso. Que gastamos por aburrimiento. Que buscamos esa emoción de querer y poder tener. Aunque sea una falda de polipiel. La deseo, la pago. La felicidad a 29,95 euros. Todo un chollo. Aunque sea una felicidad superflua que pierde su brillo tras dos o tres puestas. La clase de felicidad que se abandona en el fondo del armario.



Y aún sabiéndolo, este fin de semana, me he dejado arropar por esa felicidad de centro comercial, y he aliviado este sentir otoñal con la estrecha calidez de un probador y he sido feliz, a mi burda manera. Pero ocurre que, después, hurgando en el trastero en busca de panas y lanas, he tropezado con la vieja caja donde todos guardamos los anhelos más íntimos, aquellos que brillan más porque son esquivos y porque no se pueden alcanzar a golpe de tarjeta de crédito. Y he querido creer que los ricos no son más felices, porque tampoco ellos pueden comprarlos, aunque su vida sea un verano perpetuo de playas doradas y no tengan que esperar al próximo agosto.

Pero soy una cínica. Y los cínicos no creen en cuentos. Creen en Inditex. Y en la santa nómina a fin de mes. Y aguardan el verano destilando la realidad. Emborrachándose con ella. Brindando con risas por la puta vida. Y bebiéndosela. Bebiendo a grandes sorbos a fin de cuentas...




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