lunes, 8 de octubre de 2012

Glamourama

Queridísimo L.:


Han pasado ya varios días desde mi breve incursión en el mundo de los seguros. Decidí, aquella misma noche, que deambular por Madrid bajo la lluvia y ver películas francesas no era una actitud madura, por mucho que el cine europeo se empeñe en exaltar los sinsentidos de la existencia a base de cielos melancólicos, diálogos de cigarrillo y largos paseos por urbes decadentes. No quería hacer de mi vida un guión de Costa-Gavras. Ni siquiera de Bertolucci, aunque la vida sexual de sus personajes me resulte tentadora.

Pues bien: después de escribir, aquel día, mi propio guión (con su lluvia y su paseo y sus locales decadentes) decidí hurgar en Infojobs en busca de nuevas miras. Glamourama S.L. contestó a mis súplicas (enviar un currículo siempre lo es, como tú dices) aquella misma mañana. Te ahorraré el procedimiento: apenas una semana más tarde entré por la puerta grande de una sofisticada tienda, impoluta hasta el extremo. ¡Tan delicada!  Y perfumada. Y cara. La encargada, una rubia raquítica, ataviada con un blanco vestido que destacaba su piel tostada, me hizo entrega de unos pantalones de lana fría, ideales para el verano de Madrid.
 
-          -  Creo que me van a estar grandes- osé decir-.
-         - No, no te están grandes. Son así – amenazó, cortante, desde el sufrido altar de su anorexia-.
-         -  ¿Y la americana también me la tengo que poner? Hace un poco de calor y si tengo que estar moviénd…
-          - Son las normas. Las normas no las pongo yo, pero hay que cumplirlas.

Yo pensé: “Zorra”. Pero sólo dije: “Fenomenal”. Y así han transcurrido ya varios días. Mi osadía se diluye alarmando camisetas durante horas, o colocando cajas de zapatos a diez metros del suelo, en la apacible soledad del almacén. Y cuando estoy en caja, una cámara vigila mis movimientos, L.,  como un ojo acusador que me grita “ladrona, ladrona, ladrona”. El ojo acusador vigila también a la Abeja Reina en su taconeo, por mucho que ella se pavonee con las clientas famosas, como si fuera la dueña de este tinglado. Yo la miro y pienso: “Eres idiota”. Ella me mira y susurra: “No te apoyes en la vitrina. La espalda recta. Te lo digo todos los días. Queda fatal”.



Las clientas ignoran mi existencia pues soy sólo una parte más del mobiliario y, cuando me necesitan, hacen un gesto con la mano. Me acerco, erguida (como no), con paso ligero y mi sonrisa caballuna en todo su esplendor.

-        -   ¿Necesita que le ayude con algo (imbécil)?
-      -     ¿Tienes los peep toes azules en el 39 (basura)?
-        -   Ahora mismo se los busco (y ojalá te partas el tobillo con ellos, desgraciada).

Y así transcurren mis días, querido L. No tengo muchas batallas que narrar, tal vez mi triunfo personal sea que mantengo mi autoestima a pesar de que mis uñas están mal pintadas, mi maquillaje es insuficiente y tengo mala cara. O eso dice Abeja Reina, que exuda belleza por todos sus poros. Lo que tengo es mala hostia después de seis horas sin fumar, entiéndeme. Yo soy muy de cigarrillos. Con o sin diálogos. Pero Abeja Reina no me concede cinco minutos de gracia. Abeja Reina me provoca odio y lástima. Siempre he sido de sentimientos encontrados, L., tú lo sabes bien, así que no sabría decirte cuál de los dos predomina. Es más lástima cuando observo las faltas de ortografía en las notas hirientes que deja a sus empleados en el corcho de la trastienda, tratando de adsorber nuestra moral. Y más odio cuando la clienta siempre tiene razón, por mucho que esa clienta sea una palurda maleducada y se empeñe en reventar la talla 40, que dejó de usar en el 94.

Hoy he tenido mi primer encontronazo con una de ellas. He salido airosa, he de decir, aunque la hubiera degollado allí mismo para que dejara de gritar como una condenada loca. Por mucho menos han estallado revoluciones.



Íntimamente, estoy satisfecha. Porque finjo bien que me interesa que este bolso se llame bowling, este city y este doctor bag, y acepto de buen grado que ahora sea trendy combinar el negro y el azul marino. Y cuando llego a casa y me doy una ducha para quitarme el olor dulzón del jodido flus flus con el que tengo que perfumar el interior de las bolsas después de doblar y envolver en papel de seda tanta prenda y tanta leche, tengo la mente en blanco. Soy libre de preocupaciones. Admiro el entusiasmo de quienes hacen horas extra y aceptan de buen grado los aguijonazos de Abeja Reina. Pero yo soy una Abeja Chunga. Y las abejas chungas cumplimos escrupulosamente nuestro cometido mientras nos cagamos en la madre que parió a Abeja Reina y a las señoronas que nos visitan casi cada mañana, puntualmente, y que no tienen mejor ocupación que gastarse los cuartos de un marido que las desprecia. Y, aunque lo hagamos en silencio, se nos nota.

Supongo que no me van a renovar, L. así que creo que voy a abandonar, antes de pasar por semejante humillación. Cerrar etapa. Nada nuevo en la perpetua ceremonia del adiós.  Esta vez no hay paseo bajo la tormenta ni cine francés. Pero sí observo, pensativa, la noche sobre los tejados, a través de la ventana abierta. Tengo un café humeante en una mano y enciendo un cigarrillo. Sabes que me cuesta mucho resistirme a un buen encuadre. Y con esta escena (y la voz de Aznavour desplazándose, sinuosa, entre estas cuatro minúsculas paredes) mi dolor tiene hasta algo de épico, ¿no crees? Al menos es estético.

Esperando tus noticias y tus muy apreciados consejos, se despide, con cariño,

R.

PD: Una vez más: ¿por qué no le das una oportunidad al correo electrónico?

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