sábado, 28 de abril de 2012

El drama tenía nombre de cóctel

En un contexto como el actual en el que estamos infrapagados ergo infravalorados, y en el que la falta de esperanza debe guardarse bajo llave para no sucumbir al desaliento, las relaciones sociales en el trabajo se han convertido en una razón (aún más) de peso para levantarse cada día con buen talante. Dicen que toda generación tiene su drama. A nuestros abuelos les tocó una guerra, a nuestros padres el debido silencio y las calladas obligaciones de una España rancia. A nosotros, hijos de la ilusión y de la prosperidad, la tristeza de habernos preparado para un mundo que ya no existirá; un mundo donde el esfuerzo daba sus frutos, donde si te lo currabas, obtenías tu recompensa.

Esta crisis económica, cuya imagen más sombría es la de un paisaje de grúas abandonadas y urbanizaciones masivas a medio construir, ha cambiado la vida de muchos de nosotros, que nos iniciamos en el mundo laboral con sueños y expectativas, con salarios dignos, y que nos hemos visto abocados a aceptar que ya no somos quienes somos por lo que hacemos, ni mucho menos por lo que cobramos. Que nuestras pretensiones pequeñoburguesas se las llevó el viento. Que ya sólo nos queda la esencia.



Igual que la intelectualidad que repensó el mundo y lo transfiguró, a pequeña escala, nosotros hemos aprendido a despojarnos de esas pretensiones pequeñoburguesas, y aceptar que lo que nos hace felices es, exactamente, lo mismo que nos hace intrínsecamente humanos. Somos humanos, primero, porque pensamos: porque nos quejamos,  porque lloramos y nos adaptamos, porque nos evadimos, nos reinventamos, creamos. Pero, sobre todo, somos humanos porque nos relacionamos.

En un lugar cualquiera de la capital, en una empresa cualquiera,  vive una comunidad que no tiene nada de idílica, pero que afronta sus miserias con un buen golpe de optimismo en la mesa. Una comunidad donde reina la música, donde las horas extra joden menos porque son siempre en buena compañía, donde una pizarra blanca es la excusa para exorcizar los cabreos supremos, donde nos retratamos en el café del mediodía haciendo mofa de los desengaños, y donde nuestro afterwork del jueves promete crear escuela (voy a tirar tirar de emoticono... ;-))

Son las doce de la noche de un sábado y he vuelto a casa después de una jornada laboral (sí, de las de más de ocho horas) en bares varios de Madrid. Con ellas. Con mis compañeras. Huelga decir que nos hemos bebido nuestro drama (el de nuestra generación) y que, esta vez, el drama tenía nombre de cóctel...

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